sábado, 24 de octubre de 2009

De acuerdo a los nuevos contenidos curriculares de practicas del lenguaje, los alumnos de 6º año deberan trabajar con cuentos de terror y suspenso, en este espacio ire publicando algunos cuentos que de acuerdo a mi propia experiencia en los talleres, me fueròn de gran utilidad.
El primero de ellos, es LA GALLINA DEGOLLADA, del libro " CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE" de Horacio Quiroga. Espero que lo disfruten y que les sea util para trabajarlo con sus alumnos.

LA GALLINA DEGOLLADA
Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos
idiotas del matrimonio Mazzini–Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos
estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco
quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos
en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían
fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus
ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma
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hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al
tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían
entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi
siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el
día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y
desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus
padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor
de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo:
¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su
cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es
peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante,
hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche
convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El
médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando
la causa del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el
movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo;
había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre
sobre las rodillas de su madre.
–¡Hijo, mi hijo querido! –sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su
primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
–A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,
educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
–¡Sí!... ¡sí!... –asentía Mazzini.– Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que...?
–En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más,
pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo,
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el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que
consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso
de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro
hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido.
Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetian, y al día
siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su
amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y
toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no
pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo
como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco
anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura.
Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran
compasión por sus cuatro hijos.
Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas,
sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun
sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse
cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre
el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían
truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de
frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo
obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero
pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el
largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba,
en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había
tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la
desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos,
echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio
específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto
había la insidia, la atmósfera se cargaba.
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–Me parece –díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba
las manos– que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
–Es la primera vez –repuso al rato– que te veo inquietarte por el estado de
tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
–De nuestros hijos, ¿me parece?
–Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? –alzó ella
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
–¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
–¡Ah, no! –se sonrió Berta, muy pálida– ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No
faltaba más!... –murmuró.
–¿Qué, no faltaba más?
– ¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te
quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de un momento con
insultarla.
– ¡Dejemos! –articuló, secándose por fin las manos.
–Como quieras; pero si quieres decir...
–¡Berta!
–¡Como quieras!
Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres
pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer
Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como
algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor
grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su
hija echaba ahora afuera, con el de terror de perderla, los rencores de su
descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no
quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el
primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el
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hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a
humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito;
ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor
la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto
posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible
brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al
cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las
golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo
algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la
eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los
fuertes pasos de Mazzini.
–¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?...
–Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
–¡No, no te creo tanto!
–Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
–¡Qué! ¿qué dijiste?...
–¡Nada!
–¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier
cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
–¡Al fin! –murmuró con los dientes apretados.– ¡Al fin, víbora, has dicho lo
que querías!
–¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre
no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos
son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
–¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,
pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi
padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita
selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión
había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes
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que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación Regó, tanto
más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre.
Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la
retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno
se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían
tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que
mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con
parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar
frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a
los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la
operación. Rojo... rojo...
–¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aún en esas horas de
pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión!
Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e
hija, más irritado era su humor más irritable era su humor con los monstruos.
–¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo! Las cuatro pobres bestias,
sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el
matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso
saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a
casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol
había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando
los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana,
cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie
del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin
decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón
de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual
triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba
pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta
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sobre la cresta del cerro, entre sus manos tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente
estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras
creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros.
Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el
pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse
cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron
miedo.
–¡Soltáme! ¡dejáme! –gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
–¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! –lloró imperiosamente. Trató aún de
sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
–Mamá, ¡ay! Ma... –No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola
pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
–Me parece que te llama –le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento
después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó
en el patio:
–¡Bertita!
Nadie respondió.
–¡Bertita! –alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la
espalda se le heló de horrible presentimiento.
–¡Mi hija, mi hija! –corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente
a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta
entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso
llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la
cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
–¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos
sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

viernes, 23 de octubre de 2009

Horacio Quiroga.


Una breve reseña sobre la vida de Horacio Quiroga, sus cuentos son una gran herramienta para trabajar en los talleres de biblioteca y en el area de lengua con todos los ciclos algunos de ellos infaltables en las bibliotecas escolares.
Su vida una historia marcada por la tragedia: (Salto, 1878 - Buenos Aires, 1937) Narrador uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos. Su obra se sitúa entre la declinación del modernismo y la emergencia de las vanguardias.
Las tragedias marcaron la vida del escritor: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferrando.
Estudió en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura. Inspirado en su primera novia escribió Una estación de amor (1898), fundó en su ciudad natal la Revista de Salto (1899), marchó a Europa y resumió sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900). A su regreso fundó el Consistorio del Gay Saber, que pese a su corta existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de J. Herrera y Reissig.
Ya instalado en Buenos Aires publicó Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica (1901), seguidos de los relatos de El crimen del otro (1904), la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera, hasta la frontera con Brasil, y la más extensa Historia de un amor turbio (1908). En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las reducciones jesuíticas, a la par que cultivaba yerba mate y naranjas.
Nuevamente en Buenos Aires trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños Cuentos de la selva (1918), El salvaje, la obra teatral Las sacrificadas (ambos de 1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y quizá su mejor libro de relatos, Los desterrados (1926). Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros.
En 1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña. Dos años después publicó la novela Pasado amor, sin mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó su último libro de cuentos, Más allá. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus días ingiriendo cianuro.